EN FICCIÓN

WEEKEND



Le he dicho que no se preocupe, que a lo mucho el regreso nos tomará cuarenta y cinco minutos. Dudo que más. Lo que ocurre es que Patricia es sumamente cuidadosa a la hora de imponer sus castigos. No se anda con rodeos. Y hoy por la mañana, sin más, me ha impuesto el peor de todos.

El del silencio.

Y ha sido implacable.

–¿Compartimos la música? –le digo.

Al instante me digo que eso es preguntar por gusto. No recuerdo la última vez que lo hicimos. Tal vez fue hace años, aunque a lo mejor fue ayer, cuando llegamos –yo estaba muy enfermo y con todo eso de las pastillas he quedado como grogui. Hasta hoy. Lo juro–.

–Ven que te abrazo –continúo, empero.

Nada de nada. Ella sigue con los labios expandidos y mirando a otro lado y contando sin querer las pocas monedas que quedan en sus –nuestros– bolsillos.

¿Es que acaso estoy en un mundo paralelo? ¿Me he equivocado de lugar, de momento? ¿Hay algún otro escenario por aquí, tal vez si doblo esa esquina lo vea? ¿O es que soy, vamos, un actor de otro drama o a lo mejor es una comedia la que me toca?

Me tomaría poco responderme.

Soy un hombre que no puede hacer alarde de su entereza con las mujeres. Así ha sido siempre y lo será y lo es ahora. Así será esto por el resto de mi vida.

–Creo que he olvidado mi reloj –hago, entonces, de víctima.

Por un segundo puedo ver que mueve una de sus cejas. Aunque con esto de las pastillas ya no estoy tan seguro.

Allí vienen unos tipos enormes y malolientes que llenarán el bus muy rápido, y entonces el cobrador, zas, me dice en su idioma –pero sobre todo en silencio– que hay que cuidarse de los pelones como yo, que no matan ni una mosca ni saben cogerse a su secretaria –mucho menos a su mujer–, pero sí que pueden bajarse sin pagar mientras uno discute con quien sea de frenos y aceite y gasolina.

Mientras, ella no me mira: paga de frente.

Y los tipos suben, riendo.

Está bien, pienso, hay que andar tranquilo, no hacerse de más problemas que de esos ya tuvimos suficientes.

Ha sido, sí, suficiente.

Sin embargo, las hordas han abierto siempre en mí un apetito atribulado. Como le ocurre a ella con esos pequeños errores que cometo de cuando en vez. No me es difícil evocarme: luchando en los bares, o cuando era niño, o ya de grande, en la guardería incluso, herido siempre por la rabia de no poder soportarme frente a una multitud ajena.

Uno de ellos, claro –es obvio–, no demora en preguntarle a mi mujer por la hora. No obstante debo admitir que los años le han sentado muy bien a Patricia, la impertinencia gentil de este caballero sudoroso no termina de asentarme.

No es un halago, me digo –imaginándome una navaja sobre las venas; y también, por qué no, sobre las suyas–, aquello que le ha dicho.

–11 y 13 –respondo, pues, con voz desafiante.

Y entonces todos los tipos, como robots, voltean y no tardan en descubrirme al costado de mi mujer.

Y gruñe el de más allá, cargando en sus espaldas una bolsa que no parece pesada. Después mira al techo, en su rabia más imposible.

Lo tomo como si una bestia de carga me hubiera dicho gracias.

Patricia, claro, hace como que no me mira.

Mientras, yo empiezo a contar los pocos segundos que deben faltar para que uno de ellos se me venga encima con todo su poder de figura de cómic mal dibujado.

Al tiempo que espero, me enfado en voz alta:

–¿Vas a hablarme?

Comprendo el aroma demoledor de la tragedia próxima.

–Discúlpeme, señorita, pero ¿el caballero la acompaña?

La suerte es gay, porque para cuando el mismo tipo que le preguntó la hora a mi mujer termina aquella frase –suda hasta decir basta y no hay forma de describir su aliento–, el auto en que vamos da un giro violento y empieza a descarrillarse.

Todos gritan.

Yo pienso: Seguro que todos los hombres rudos de este mundo rezan calladitos, pensando en sus madres, cuando esto ocurre.

Las cosas se mueven a nuestro alrededor mientras mis brazos intentan protegerla.
Y ella nada de nada.

Igual la abrazo.

El descarrile no dura poco.

Uno a uno y sin querer, los hombres van dándose de golpes. Puedo ver que uno de ellos abofetea a otro, como si fuera éste una mujer en deshonra. Lo cachetea de ida y de regreso. Y luego cae en la cuenta de lo que hizo.

Y de mi mujer, nada. Es como si lo que nos pasara no fuera sino otro más de sus castigos. Como si ella lo hubiese planeado todo, de inicio a fin, y gozara.

Ese hombre desnucándose es tuyo. De pronto, el cobrador mueve tanto sus brazos que va a dar ahí, a la carretera, y no hay de otra. Ahí va. Ese también es tuyo. Y ese muchacho que en ningún momento ha tallado en la historia, que lleva una chaqueta por sobre su torso desnudo y unos shorts llenos de barro y unas gafas de sol negras sobre la cabeza, se va yendo también, va saliendo por la pequeñísima puerta y va cayendo al suelo, partiéndose sin más todo lo que se llama cara. La pista caliente derritiendo su rostro le quita para siempre esa expresión tan suya de quien realmente buscaba otra cosa. Algo menos esto.

Ese también es tuyo.

Cuando la mayoría ha caído, al voltear a verla, también yo me doy contra algo.
Contra sus ojos, que son los ojos del monstruo más hermoso que haya visto jamás. Veo cómo su cuerpo se desintegra –chupándose a sí mismo, los huesos cayendo como palillos de madera, los músculos contrayéndose como gusanos gigantes muriendo y las venas y arterias pelándose como cables de fibra óptica– y se convierte en un amasijo verde del cual brotan babas mínimas, lechosas, y veo cómo éstas van cambiando luego hacia un amarillo pálido hasta llegar, finalmente, al rojo carmín.

Sus ojos, sin embargo, son los únicos que no se van. Tras el telón de horror que cubre nuestro auto en desgracia y que ya pocos pueden pasar por alto, yo me mantengo, expectante, a la búsqueda de su perdón.

Entonces le hablo:

–Supongo que aquí es adonde querías llegar.

Pero ella ya no puede responderme. Ha llegado tan lejos como ha podido, tal vez más lejos de lo que alguna vez quiso, y ha ganado así la batalla más importante de todas.

Ahora es únicamente su mirada, esa mirada que fue colándose por entre la mierda en que cupo su cuerpo intoxicado, la que resucita, noche tras noche, en mis sueños más exactos.

He llegado a decirme que para cuando yo también me convierta en ese monstruo, oiré, por fin, lo que ella me hubiera respondido.

Pero por ahora sólo me basta con tratar de encontrarle la culpa a una taza de café derramada en la cama (era de noche. Tal vez Patricia pensó que estaba llorando de nuevo porque otra vez se me había metido en la cabeza la puta idea de que ella ya no me quería).

Escrito por Alberto Villar Campos @ 3:01 p. m., ,


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    Alberto Villar Campos
    Lima, Peru
    "Y de pronto apareció por ahí ese maldito iceberg llamado Poesía o Literatura o Aburrimiento o lo que fuera con la única condición precisa de no devenir en Aburrimiento ni por un instante…". (Pablo Guevarra)
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