EN FICCIÓN

PAISAJE DE ESTOCOLMO

(ficción)

Despierto y siento cómo de pronto la sombra de mi juventud se esfuma. Miro el techo helado, blanco, por el que no entran los ruidos ni la memoria. Mis primeros olores son los del aliento de Matilde, que aún sueña. Los únicos ruidos aquí son los de su respiración, que no perturbo. Descorro la sábana para tocar sus piernas envejecidas por la enfermedad, siento sus vellos gruesos, desordenados, masculinos, la frialdad que de a pocos la aproxima a la muerte. Aún puedo sentirla, pero el día se la irá llevando, lentamente, y a la noche casi nada tendré de ella. Apenas una imagen débil, acaso un errado holograma, o lo que sea.
Siento las texturas de su piel arañada, pegajosa. Acaricio su cuerpo escuálido, pequeño. Lo hago despacio, como para que, en sus sueños, tal vez, me sienta. Juego una vez más con el eco de nuestra tragedia. Matilde, susurro. Si algo así como la ficción pudiese existir aquí, ahora, me gustaría ver únicamente sus ojos abriéndose, sus dos grandes ojos azules y una sonrisa, su sonrisa, atravesándome el cuerpo, y una voz, su voz, diciendo mi nombre.
De pronto, es como si me hubiese oído. Inquieto, su cuerpo tiembla por unos segundos y vuelve, finalmente, a quedarse como estaba, desparramado sobre el colchón. Paso una mano por su cuerpo y noto que su piel empieza a humedecerse. Pasa siempre. Quito las pocas ropas que lleva encima; su cuerpo desnudo y temeroso se me ofrece ahora como una pesadilla aberrante: antes era curvo y deleitable, hoy es solamente un amasijo de huesos y carnes que se retrae sin fatiga. Las pequeñas gotas empiezan a correr por su estómago, la mayoría de ellas se desvanece con el aire. Las sábanas reciben su líquido frágil, salado.
Me paro, sin hacer ruido, y camino, como a diario, y no me detengo hasta llegar al espejo.
Soy el mismo hombre.
Un hombre que se repite.


Nunca podremos estar seguros de nada, me ha dicho cientos, miles de veces.
Él lleva una camisa blanca. Es flaco, luce más viejo de lo que realmente es. Siento como si le conociera de toda la vida, y además como si no estuviera de acuerdo con nada de lo que dijese.
Es joven, añade, si quiere, puede luchar.
Entonces, guarda uno a uno sus instrumentos, y un minuto después se dispone a dejarnos.
Podríamos fácilmente enviarla a un sanatorio, dice, aunque personalmente optaría llevarla a mi hospital. Allí su mujer estaría bajo mi cuidado y no tendría usted que preocuparse por nada.
Cierro la puerta. Entiendo que no podré volver a abrirle luego de eso. De algún modo, sus palabras han sido nuestra despedida. Una despedida extraña, nada trágica, por lo demás.


En la cocina yacen los platos, las espátulas, los cubiertos. Todo, por supuesto, sucio, quieto por meses. Suena el teléfono. Es una de sus hermanas, la mayor de los cinco. Me pregunta si hoy Matilde necesitará compañía. Le digo que no. He decidido tomarme el día libre y pasarlo junto con ella, agrego. Percibo un suspiro, y su silencio me dice que no tenía planeado recibir algo así como respuesta. Agradezco, cuelgo, y me quedo un rato observando el desorden en el comedor. Los libros entreabiertos, la ropa envejecida de tanto secar sobre los muebles, las últimas pruebas fotográficas que trajese antes de caer en cama. Me acerco: aún conservan el olor a químico. Sobre todo, son retratos de su madre. Tras unos segundos, mis ojos se detienen en una imagen concreta: la cámara parece haberse disparado por accidente y puede verse la espalda de Matilde y uno de sus brazos estirándose en dirección al cabello de la otra mujer. Los ojos de la madre delatan asombro, una media sonrisa asoma en su rostro. Es como si por primera vez estuviera viendo a su hija, pienso, como si por fin hubiese descubierto su verdadera identidad.
Es como si de pronto también yo lo hiciera.
Dejo que las fotos caigan como el resto de las cosas de este lugar. Me alejo de esos recuerdos como de mi vida, aterrado.


Las once, quizá. Su respiración se dificulta. Hay ratos en que incluso parece dejar de hacerlo. El rostro brillante, los ojos salidos y las ojeras de un morado grave, la interminable humedad de sus narices, el bigote cano, débil, la cabellera de tres colores, si no cuatro, son lo único que puedo ver de ella ahora. Me acerco lo suficiente como para sentirla, como para que también me sienta. Siete años, pienso, nunca creí que esto nos pasaría. Nunca creí que esto nos pasaría.
Ella se mueve y yo estoy seguro de que las cosas desde este punto sólo pueden ir en caída.


No despertó un día y se fue. Su partida tiene todos los rasgos de una desaparición forzada: frente a ti, tu mujer, de pronto, piensa que es tiempo de decir adiós, hace sus maletas, abre la puerta y deja las llaves en la cerradura, esperando, tal vez, que la sigas. Esa alianza que creías eterna se torna, así, un amasijo de desesperación y locura. Súbitamente eres una sombra más que se difumina alrededor suyo. Empieza a ignorarte, obvia tus palabras, tus costumbres. La sensación de estar jugando en un terreno peligroso, de pronto, te sobrepasa. Y es imposible sobreponerse a algo así. Lo sabes.
Entonces huyes.
Entonces ambos huyen.
Es curioso, y extraño. Digo esto porque no encuentro otra maldita forma de ver todo sin que me acribillen a cada paso sus instantes y la forma en fuimos huyendo el uno del otro, yo menos que ella, ella más que yo.


Haces algo, entonces. Lo primero que se te viene a la mente.
Sales.
Ves la calle, la luz real del día. No te asombra encontrarla distinta, ya no sobre su piel. En el escaso territorio de la verdad, una mentira, por más pequeña que sea, por más indescriptible que sea, será siempre mejor. El sol se esparce como el fuego y a contraluz, el cuerpo de tu mujer, simula otro cuerpo.
No es su cuerpo.
No está enferma.
No muere.
Al llegar a la esquina no doblas, sigues derecho. Cruzas sin mirar y no importa: no hay carros ni gente ni animales ni nada. La fe y sus residuos son los que hacen que esto ocurra, a cada instante. Has perdido en la única apuesta que dabas por segura. Su cuerpo, su vida, son ahora una deuda que no podrás siquiera empezar a pagar.
No sabes cuánto tiempo pasa antes que decides regresar, pero es poco.
Cuando entras sabes que allí estará, que no se habrá movido, que nada tiene porqué haberse movido.
Nada te atemoriza más que esa quietud en las cosas. Son como disparos que caen sobre una multitud pacífica.


Suena el teléfono. Es su madre. Le digo lo mismo que le dije a su hermana. Me suelta un par de cosas, y luego pregunta si necesitaré ayuda. Puedo ir, dice, pero yo me niego. Agradezco, pasa un minuto y colgamos. Es decir, cuelgo.
Abro un libro, cualquier libro. Leo: “Si yo no soy para mí mismo, ¿quién será para mí? Si yo soy para mí solamente, ¿quién soy yo? Y si no ahora, ¿cuándo?”.
Una vez, hace años, nos propusimos viajar por el mundo. Recorrerlo de cabo a rabo, aunque nos tomara años o toda la vida. Entonces ella era otra: una mujer maravillosa, locuaz, vigorosa, aterradora y divina, según sus propias descripciones. Bromeaba todo el día y mis respuestas a aquellos afectos eran siempre sonrisas. En una de nuestras tantas noches de planificación, me dijo: No quiero que me detengas. No sé porqué lo dijo, si fue por algo en especial, pero lo recuerdo como si hubiese sido ayer. No quiero que me detengas, dijo, y seguramente yo asentí o a lo mejor la miré y, como solía pasar, únicamente atiné a sonreír.
El caso es que ahora estoy haciendo exactamente eso. Ella avanza, yo no la detengo.


Sé cuando sus sueños se acaban. Si son largos o cortos, o si son pesadillas. Si son lo primero, sus párpados se mueven lentamente, y no pasa mucho tiempo antes que asome una pequeña luna blanca frente a mí. Suelen quedarse así hasta el siguiente sueño, en que se cierran, y todo se repite. Si son lo segundo, estos se estremecen veloces, para finalmente quedar inmóviles. Si son pesadillas, aprieta enérgicamente los ojos, como si un dolor imperdonable se apoderara de cada parte de su cuerpo, forzándola a sucumbir.
Tras ello los abre, y es como si por un breve instante me mirara.
Como si por una fracción mínima de tiempo yo estuviera allí, frente a ella, y ella no pudiera hacer otra cosa que culparme.


Las tres.
Me echo a su lado. Me acurruco. Hago como que la abrazo, sin realmente hacerlo. Hago como que la rodeo, lo imagino. Intento ver más allá de lo que es para hacerme una buena idea de lo que sería. Cierro mis ojos. En quince minutos sacaré la cámara y tomaré una fotografía suya, pienso. Así, como está, postrada en la cama, durmiendo o como se llame lo que hace. Es curioso, pero es únicamente a través de las fotografías en que puedo sentirme verdaderamente cerca. Como si en aquellos retratos su imagen se multiplicara hasta volverse, de algún extraño modo, tangible. Real.
Como si dentro de algunos años, esas imágenes me dijeran que estuvo allí incluso sin estarlo.
Y que no se vio como se veía. Es decir, sin la apariencia de estar muriendo.


Cruzo una primera y última mirada con la enfermera mientras ésta cruza la puerta. Me ha visto una, dos veces, durante estas semanas. Luce incómoda limpiando a mi mujer, acomodando sus almohadas, cambiando sus sábanas, midiendo una presión que yo ignoro. Es joven. La edad de Matilde, dudo que menos. Preparo algo de comer, pensando que quizá quiera quedarse. Pero no lo hace: apenas termina, recoge sus cosas y se va. No se despide. Y yo no agradezco.
Vuelve a sonar el teléfono. Las cinco. Nuevamente su madre. Esta vez no oculto el malestar. Un minuto pasa y cuelgo. Es un fantasma terrible. Está en todas partes, y a la vez en ninguna. Su voz es frágil, lánguida, como si acabara de llorar y no bien termináramos de hablar, volviera a ello. Busco entre mis recuerdos una sola imagen de felicidad, en la que ambas, madre e hija, lucieran felices juntas, pero no la encuentro.
Uno, dos, tres pasos y estoy otra vez a sus pies. Admiro a ese ser inútil que a pasos que no comprendo se aleja. La habitación es ahora un conjunto de aromas condensados, suyos, que añoro: grasa, gases, algo metálico y pesado, alcohol, suero, sangre. Pienso en una canción:

Don't wanna weep for you
I don't wanna know
I'm blind and tortured
The white horses flow
The memories fire
The rhythms fall slow…

Cierro mis ojos aproximándome, lento, a su regazo. Atrapado en su tibieza, me quedo quieto. Abro los ojos y allí estamos, yo, ella allá. Es miedo, lo sé, aunque es también un día más. Las miradas volverán a su sitio mañana, a otro lado, cualquier lado, menos este lado. ¿Cómo te sientes? Bien. ¿Cómo te sientes? Bien. ¿Cómo te sientes? Bien.
No quiero dormir. Una vez contó un chiste de lo más extraño: Él, dijo, temía irse a dormir porque decía que seguramente iba a soñar que estaba en coma y al día siguiente despertaría inconsciente.
Me acerco. Sonrío. Las seis. Miro el techo helado, blanco, por el que no entran más suertes que la mía. Descorro la sábana que tapa su cuerpo. Una multitud de aromas se dispara y yo, incrédulo, soy incapaz de reconocer uno solo. Son olores distintos. Cierro mis ojos. La extraño. Ella empieza a irse.

Escrito por Alberto Villar Campos @ 9:26 p. m., ,


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    Lima, Peru
    "Y de pronto apareció por ahí ese maldito iceberg llamado Poesía o Literatura o Aburrimiento o lo que fuera con la única condición precisa de no devenir en Aburrimiento ni por un instante…". (Pablo Guevarra)
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